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Emma empujó la puerta de cristal de la pequeña casa de té en el centro de Lisboa, sintiendo cómo el aroma del rooibos especiado y el murmullo acogedor de la clientela la envolvían de inmediato. Había sido un día largo, lleno de reuniones, calles empedradas y turistas perdidos pidiéndole indicaciones, pero aquel lugar prometía justo lo que necesitaba: una pausa.

Salón de Té Lisboa - NamasTé

El cartel sobre el mostrador decía: “La vida es como una taza de té: está en tus manos decidir cómo saborearla”. A Emma le pareció una frase un poco cursi, pero igualmente encantadora. Pidió un té verde con jazmín y buscó una mesa junto a la ventana, lista para desconectar con su libro.

Sin embargo, justo cuando giró hacia la sala principal, su mirada se cruzó con un par de ojos que no veía desde hacía casi diez años.

—Emma.

Su nombre, pronunciado con esa voz que aún reconocería en un concierto lleno de gente, la dejó clavada en el sitio. Ahí estaba Leo, sentado con una tetera a medio vaciar y un cuaderno lleno de garabatos frente a él. Había envejecido, claro, pero de esa manera tan injusta en la que los hombres solo se vuelven más interesantes con los años.

—Leo… —dijo, con una mezcla de incredulidad y sorpresa—. ¿Qué haces aquí?

Él sonrió, esa sonrisa ladeada que tanto había odiado y amado al mismo tiempo.

—Viviendo. Y tomando té, claro.

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Leo y Emma habían sido algo así como una pareja accidental durante un verano en Japón, cuando ambos se encontraron viajando solos. Él había llegado a Tokio para fotografiar la ceremonia del té para un proyecto freelance, y ella, para asistir a un retiro de caligrafía japonesa. Su historia había comenzado de la manera más sencilla: un malentendido con los horarios del tren y una conversación torpe mientras compartían asiento. Lo que siguió fueron semanas de tazas de té matcha, templos al amanecer y charlas bajo las luces de los faroles.

Había sido perfecto… hasta que dejó de serlo. Leo tenía una vida en París y Emma en Madrid, y aunque ambos prometieron seguir en contacto, la realidad se interpuso. Como tantas otras historias, la suya quedó guardada en el cajón de “cosas que podrían haber sido”.

Hasta ahora.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Emma, indicando la silla frente a él.

—Por favor —dijo Leo, haciendo espacio en la mesa y llamando al camarero con un gesto ágil—. ¿Qué estás tomando?

—Té verde con jazmín. ¿Tú?

—Un rooibos con vainilla. Siempre es una buena opción cuando no puedes decidirte.

Emma sonrió. Leo parecía igual de encantador y desconcertante que siempre.

—Así que… ¿viviendo en Lisboa? —preguntó ella, intentando sonar casual.

—Desde hace dos años. Me cansé del gris de París y vine aquí buscando luz y… calma.

—¿La encontraste?

—A ratos —respondió él con una risa breve—. ¿Y tú? ¿De visita o también te has mudado?

—Trabajo. Una conferencia. Pero encontré esta casa de té y pensé en quedarme un rato. No esperaba encontrarme con… bueno, contigo.

Leo la miró fijamente, con esa expresión seria que siempre lograba desarmarla.

—Tampoco yo esperaba esto. Pero, ya que estamos aquí… ¿te quedas a compartir una taza?

Emma dudó un segundo antes de asentir.

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La conversación fluyó con la misma naturalidad que antes, como si el tiempo no hubiera pasado. Hablaron de sus vidas, de los cambios, de cómo el té seguía siendo una constante en ambos.

—¿Sabías que el rooibos es una bebida de escritores? —dijo Leo, sirviendo un poco más de rooibos en su taza.

—¿Ah, sí? —respondió Emma, arqueando una ceja.

—Sí. Y también dicen que compartir té crea una conexión especial.

Emma rió.
—Eso suena como algo que dirías para impresionar a alguien en una primera cita.

—Tal vez, pero en nuestro caso sería una segunda cita… o la quinientésima taza, dependiendo de cómo lo mires.

Ella negó con la cabeza, pero no pudo evitar sonreír.

Cuando la tarde comenzó a oscurecer, Leo sugirió dar un paseo. Caminaron por las calles estrechas de Alfama, con sus azulejos brillando bajo la tenue luz de las farolas, hablando de todo y de nada.

—Siempre pensé que te volvería a encontrar —dijo Leo de repente, mientras se detenían frente a un mirador con vistas al río Tajo.

—¿Ah, sí? ¿En qué momento? —preguntó Emma, cruzando los brazos para protegerse del frío.

—En el momento en que dejara de buscarte.

Ella lo miró, sorprendida por la honestidad en sus palabras.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, suavizando la pregunta con una sonrisa.

Leo sacó algo de su mochila: una pequeña caja de té verde que había traído de Japón años atrás.

—Tengo una idea. Una última taza de aquel verano, para celebrar este reencuentro. Y luego, quién sabe.

Emma tomó la caja y la olió, dejando que el aroma fresco y herbal la llenara de recuerdos.

—¿Por qué tengo la sensación de que esta no será la última taza? —dijo, sonriendo.

Leo no respondió, pero en su mirada había una promesa silenciosa, una que decía que algunas historias no se terminan, solo se interrumpen.

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